Tengo la inmensa satisfacción de poder comunicar que mi relato Una tarde de abril ha resultado finalista en el XXVII Premio de Narración Breve de la UNED, uno de los más prestigiosos en este género de nuestro país. No ha sido el ganador pero sí ha quedado entre los veinte finalistas de entre más de 1500 relatos presentados. Este premio es un reconocimiento enorme que supone para mí la consolidación de un trabajo que por fin tiene una recompensa muy esperada. Y ahora, a seguir escribiendo, a seguir narrando tantas y tantas historias que están por escribir y a seguir emocionándome con cada satisfacción recibida. Antes de dejaros con la lectura del relato, mil GRACIAS a tod@s l@s que me habéis acompañado estas dos semanas desde que se conocieron l@s finalistas hasta que se ha conocido el fallo del jurado. Junto a vosotr@s he rozado la gloria, pero lo mejor es que aún nos quedan muchos momentos para seguir soñando. Os quiero. Os dejo con el relato:
Una tarde de abril
Como cada mañana, Marie comenzaba su rutinario ritual a las siete y media.
La ducha fría era algo que agradecía, incluso en invierno, porque le obligaba a
despertarse por completo e iniciar así los quehaceres matutinos: preparar el
desayuno para la familia, organizar la casa antes de marcharse, llevar a
Juliette al instituto y dar de comer a Lucas, el perro que desde hace unos
meses se había instalado en su hogar, tras aparecer una fría noche en el portal
de casa.
Como cada mañana, Jean Jacques despertaba a su mujer a las seis y media,
después de haberse dado una ducha bien caliente con la que conseguía relajarse
antes de comenzar su jornada en la pescadería. Entre los dos preparaban el
desayuno, mientras su gata Louise esperaba expectante el momento en el que
abrían una lata de paté para ella.
Después de
organizar la casa y comprobar que todo estaba en su lugar, Marie salía
apresurada para poder abrir su negocio a las nueve en punto de la mañana. París
era una ciudad que despertaba muy pronto y su tienda de decoración era un buen
reclamo para los turistas que paseaban por las calles de Montmartre, donde ella
trabajaba hasta las siete de la tarde.
Jean Jacques debía abrir una hora antes, a las ocho de la mañana, para
recibir el pescado fresco que le proporcionaban los camiones a primera hora.
Por ese motivo, tras el rápido desayuno junto a su esposa, salía disparado
hacia la zona de Pigalle, para
terminar aparcando en el garaje parisino de la
Rue Saint Lepic, dada la imposibilidad de poder
encontrar aparcamiento en un barrio tan pintoresco como Montmartre, donde
regentaba su negocio desde hacía ya más de diez años.
La tienda de Marie era relativamente pequeña en comparación con otros
locales de decoración de la zona, pero era muy coqueta y llamaba la atención de
mucha gente, que entraba simplemente a curiosear y terminaba por comprar algo,
gracias al buen hacer de su propietaria, que era una vendedora nata. Su gran simpatía
y la destreza para hacer creer a los clientes que sus artículos eran
imprescindibles, la habían convertido en toda una mujer de éxito, ya que su
pequeño negocio había aparecido en varias ocasiones en revistas de decoración
de referencia en el país galo. Al entrar en La Boutique de Marie, un aroma a canela impregnaba
el ambiente, acompañado de fondo por la música de Patrick Bruel y otros
clásicos franceses que ella adoraba.
Sin embargo, en Le Poisson Toujours,
donde Jean Jacques trabajaba, el aroma era bien diferente y la única música que
se podía escuchar era la que provenía de los coches que pasaban por delante de
su puerta, con la ventanilla bajada. Aún así, él era feliz con su trabajo. Le
encantaba saludar enérgicamente a todos y cada uno de los clientes que eran
habituales y se esforzaba por cautivar a la nueva clientela, principalmente
femenina, que terminaba por acudir de nuevo a la pescadería, encantadas con el
trato que recibían por parte de su dueño. Podríamos decir que Jean Jacques era un hombre muy atractivo, que
despertaba la curiosidad de mujeres jóvenes y maduras, y de algún que otro
hombre, dicho sea de paso. Le gustaba mucho cuidarse y practicaba deporte casi
a diario, conservando así un físico envidiable a sus cincuenta años de edad.
Marie era
también una mujer que llamaba la atención: vestía siempre de manera impecable,
se perfumaba cada dos o tres horas para oler siempre bien, tenía un cuerpo
estupendo a sus cuarenta y seis años, salía a correr tres veces por semana y
mantenía una dieta estricta en la que las grasas no tenían ninguna cabida. Tan
solo se permitía el lujo de tomarse un cruasán cada mañana, seducida por el
olor a mantequilla de la panadería cercana a su negocio. Ese era su momento de
descanso, en el que colgaba el cartel de “vuelvo en cinco minutos” y se
escapaba para tomar un café rápido en La Boulangerie
de Marguerite. Al regresar,
aprovechaba para echar un vistazo al local de enfrente, la pescadería de Jean
Jacques, y saludarle con una sonrisa. Le llamaba la atención la alegría con la
que ese hombre trabajaba y le encantaba ver cómo siempre sacaba un momento para
saludarla y sonreír, a pesar de tener el local abarrotado de clientes.
De la misma forma, el pescadero veía a Marie como la mujer ideal, siempre
tan perfecta y tan entregada a los demás, y siempre con una sonrisa para
alegrarle cada estresante mañana de trabajo. Cada vez que la veía pasar y
saborear su cruasán a media mañana, sentía nostalgia por la capacidad que tenía
la dueña de la tienda de decoración para emocionarse con los pequeños placeres
de la vida, que él hacía tiempo que ya había perdido. Pese a su fachada de
hombre simpático, alegre y dicharachero con todo el mundo, Jean Jacques se
sentía un tanto atrapado en su rutina: de lunes a viernes vivía por y para su
negocio, y los fines de semana eran monótonos, aburridos y nada motivadores
para él.
La vida de Marie transcurría entre la dedicación extrema al cuidado de su
tienda y la preocupación por su hija adolescente, que le daba más de un
quebradero de cabeza. Juliette comenzaba a tontear con el alcohol los fines de
semana, y eso era algo que preocupaba mucho a su madre, que quizá pecaba de ser
demasiado protectora. Mientras tanto, su marido Philippe se dedicaba por entero
al trabajo en una multinacional, donde había sido recientemente nombrado
empleado del mes, algo que a Marie no le resultaba extraño, teniendo en cuenta
el número de horas que empleaba en su faceta de comercial para dicha empresa.
Daphnée, la esposa de Jean Jacques, era maestra en un colegio situado a
las afueras de París, donde tenía la gran suerte de contar con un alumnado
tranquilo y de nivel social alto, por lo que su trabajo era bastante
agradecido. Era una mujer muy hermética y poco cariñosa, nada que ver con el
apuesto pescadero, siempre dispuesto a entablar conversación y a regalar a los
demás la mejor de sus sonrisas. Aún así, Jean Jacques pensaba que la
providencia había querido que Daphnée estuviera en su vida para aprender de
ella, y en cierta forma quería creer que el secreto de la felicidad radicaba en
saber convivir con alguien completamente opuesto a uno mismo. Pese a ello, cada
noche al acostarse, la imagen de Marie deambulaba por su mente hasta que por
fin conseguía conciliar el sueño.
Marie, sin embargo, pensaba que Philippe le había sido infiel en varias
ocasiones, aunque no tenía ninguna evidencia que lo confirmara. Sus múltiples
viajes por toda Francia durante varios días levantaban las sospechas de la
decoradora, que hurgaba entre las cosas de su marido constantemente y leía sus
mensajes telefónicos cuando éste se daba una ducha al llegar a casa. Pero, tras
sus intentos fallidos por desenmascarar alguna infidelidad de Philippe, terminó
por aceptar que su vida era de lo más normal y que, al fin y al cabo, la felicidad
consistía en saber disfrutar de esa monotonía que reinaba en su hogar. Pese a
ello, cada noche al acostarse, la imagen de Jean Jacques deambulaba por su
mente hasta que por fin conseguía conciliar el sueño.
Hasta entonces,
las vidas de nuestros protagonistas seguían su camino por separado, salvo en
sus breves encuentros matutinos y vespertinos, que en cierto modo suponían un
aliciente para ambos. De esta forma, ese intercambio de sonrisas se había
convertido en una constante entre los dos, que se remataba al acabar la
jornada, con la típica conversación mientras bajaban la persiana de sus
respectivos negocios. Así día tras día, mes tras mes y año tras año. Y al
volver a casa, los dos regresaban con una sonrisa dibujada en sus caras tras
despedirse, sabedores de la química que existía entre ambos.
Pero una
lluviosa tarde del mes de abril, el destino quiso que la persiana de Marie se
estropease y se quedara a medio bajar. Jean Jacques, que como siempre la
observaba desde la cera de enfrente, intentó inútilmente solucionar el
problema, por lo que finalmente le ofreció entrar en su local hasta que llegara
el técnico, a lo que ella accedió de buen grado, puesto que la panadería ya
había cerrado y no tenía sitio donde poder guarecerse de la lluvia. La compañía
aseguradora le confirmó que el reparador llegaría en treinta minutos, pero poco
más tarde recibió una llamada del mismo, comunicándole que tardaría al menos
una hora en llegar, debido a las fuertes lluvias y los atascos generados en el
centro de la ciudad. Ante esta nueva situación, él se brindó a enseñarle su
negocio, gustoso por fin de poder compartir con ella algo más que la típica y
anodina conversación acerca del tiempo o la clientela del local. En algún
momento se sintió un tanto incómodo, al comparar su establecimiento con el de
Marie, que muy poco tenían que ver, pero pensó que era la mejor manera de salir
del paso y llevar con naturalidad aquel momento que a los dos se les antojaba
cuanto menos atípico. Tras varios minutos de conversación obligada sobre los
avatares de los dos negocios, la interacción entre los dos cesó por un momento.
En ese instante, Jean Jacques clavó su mirada en la de Marie y ella se dejó
llevar por aquellos ojos claros que le habían cautivado desde el momento en que
por fin los pudo ver desde tan cerca. Finalmente, el técnico del seguro tardó
en llegar una hora más de lo esperado.
De camino a casa, tres horas más tarde que de costumbre, Marie no podía
dejar de darle vueltas a lo sucedido en la pescadería de Jean Jacques. En veintiún
años de matrimonio, era la primera vez que cometía una infidelidad y no era
capaz de sentirse bien consigo misma. Los limpiaparabrisas, que no cesaban de
moverse de un lado a otro, debido a la intensa lluvia que golpeaba la luna de
su coche, eran la viva imagen de su mente: su conciencia golpeaba sin cesar
cada pensamiento que se deslizaba por su cabeza.
Después de acompañar a Marie hasta el aparcamiento, Jean Jacques sintió
la necesidad de encender la radio de su coche y subir el volumen al máximo. Casser la voix sonaba en ese momento por
la emisora que escuchaba de costumbre, y sin quererlo se convirtió en la banda
sonora de su idilio con Marie. En su interior sentía una mezcla extraña de
arrepentimiento y felicidad comedida, salpicada por una sensación de plenitud
que hacía muchos años que no experimentaba.
Las lágrimas no tardaron en aflorar sobre el rostro de Marie. La
decoradora de mediana edad se preguntaba cómo había sido capaz de hacer el amor
con otro hombre y no haber tenido la suficiente fuerza para parar aquella
situación. Pero ciertamente se había dejado llevar por sus instintos y había
disfrutado muchísimo en los brazos de su nuevo amante. Parada en un semáforo,
mientras se limpiaba las lágrimas, pudo percibir el olor a pescado que se había
quedado impregnado en su cuerpo. Sin quererlo, desde lo más profundo de su ser,
le pareció el aroma más agradable que podía existir.
Cuando llegó a casa, Jean Jacques dio las explicaciones oportunas a su
mujer, que tranquilamente le esperaba leyendo uno de los últimos best sellers que había adquirido. La
excusa de la lluvia y los atascos fue suficiente para convencer a una
indiferente Daphnée, que parecía más interesada en la lectura que en la vida de
su marido. Tras darse una ducha y quitarse de encima el olor a pescado que le
acompañaba durante toda la jornada, se sentó junto a ella, como de costumbre,
manteniendo la misma actitud que cualquier otra noche. A decir verdad, estuvo
incluso un poco más hablador.
Cuando Marie llegó a casa, su marido detectó su estado de ánimo e
inmediatamente la abrazó, consolándola e intentando quitarle importancia al
hecho de haber tenido el pequeño incidente de la persiana. En ese momento, ella
se sintió todavía más culpable por haberle engañado, pero la decisión ya estaba
tomada: lo mantendría en silencio para siempre. Tras narrarle a Philippe todo
lo sucedido aquella tarde, obviando el episodio en la pescadería con Jean
Jacques, se dio un baño relajante, aconsejada por su marido. En esos momentos
de relax, la única imagen que contemplaba al cerrar los ojos era la de ellos
dos, dejándose llevar por la pasión desenfrenada cual dos adolescentes. Al
salir del baño, mucho más serena y relajada, dio un beso de buenas noches a
Philippe y cayó rendida en cuanto su cabeza rozó la almohada.
Jean Jacques abrió su local como de costumbre y continuó su jornada
habitual a la mañana siguiente. El episodio ocurrido la tarde anterior estaba
muy presente en su cabeza, ya que apenas había podido dormir esa noche,
preguntándose una y otra vez si la vida que llevaba era la que realmente quería
vivir. Aquella mañana todavía no había visto a Marie, por lo que miraba
insistentemente por la ventana que daba a la calle para verla llegar, pero ese
día ella no abrió la tienda.
Al despertar, Marie le contó a Philippe que no se encontraba muy bien y
que prefería quedarse en casa descansando. Su marido lo entendió perfectamente
y se marchó al trabajo, insistiendo en que le llamara en caso de ponerse peor.
Pero no fue necesario. Marie solo necesitaba estar sola y pensar en lo ocurrido
la tarde anterior. Sentía la obligación de organizar su vida después de aquel
episodio tan inesperado, a la par que emocionante para ella. Las horas de sueño
le habían hecho darse cuenta de que necesitaba hablar con Jean Jacques
urgentemente y normalizar aquella incómoda situación para los dos. Y así lo
hizo. A media tarde se dirigió a la pescadería y le pidió que cerrara el local
un poco antes para poder hablar. Él accedió gustosamente, con los ojos
resplandecientes de alegría al volver a verla. Sin embargo, Marie apenas pudo
mirarle a los ojos para acordar su cita, el sentimiento de culpabilidad volvía
a apoderarse de ella sin piedad.
A las siete de la tarde, los dos se encontraban frente a frente en el Café de la Paix , junto a la Ópera parisina, dispuestos a
aclarar todo lo ocurrido y sentar las bases de una nueva y sana relación. Al
menos eso era lo que Marie pretendía antes de encontrarse de nuevo con Jean
Jacques. Sin embargo, él no estaba tan convencido. En su interior, deseaba con
todas sus fuerzas que ella le declarara su amor y le propusiera romper con sus
vidas para iniciar una nueva etapa juntos. Pero cuando Marie comenzó a hablar,
las esperanzas de Jean Jacques desparecieron como el sol de París en una tarde
de abril. Después de más de una hora de conversación, la razón se impuso a la
pasión y ambos acordaron olvidar aquel episodio en la pescadería, propiciado
por la monotonía de sus respectivos matrimonios. Él intentó inútilmente indagar
en los sentimientos de la decoradora, pero ella negó con rotundidad sentir algo
por el pescadero, que veía cómo su ilusión se iba desvaneciendo por momentos.
Al salir de la cafetería, se despidieron con un beso en la mejilla y tomaron
caminos diferentes.
Los días posteriores, la normalidad fue una constante en la relación
entre ambos. El saludo a primera hora de la mañana, las miradas a media mañana
cuando Marie se acercaba a la panadería, la breve conversación al cerrar los
negocios y poco más. En cuestión de una semana, parecía como si nada hubiese
ocurrido entre los dos, como si aquel intenso encuentro en la pescadería
hubiese sido solo un sueño o fruto de la imaginación de ambos. A decir verdad,
su relación había mejorado y poco a poco la pasión había cedido terreno a la
amistad, por lo que su trato ahora era mucho más natural.
Pero, cuando menos lo esperaban y cuando todo parecía estar bajo las
riendas de la tranquilidad, una soleada tarde de junio Marie recibió un envío
de muebles de estilo provenzal para su
recién estrenado local contiguo. Al salir de la pescadería, Jean Jacques se
acercó para echarle una mano, lo que ella agradeció enormemente.
Esa tarde, al regresar del trabajo, Casser
la voix sonaba una y otra vez en el coche del atractivo pescadero, mientras
que Marie volvía a notar el intenso olor a pescado en sus manos cada vez que se
limpiaba las lágrimas de camino a casa.
Hasta he olido el aroma de pescado... Me encanta leerte porque veo y vivo lo que leo... Gracias Maestro!!!
ResponderEliminarNo necesito muchos datos de ti...Los conozco todos...Y sin embargo aún me sigo emocionando cuando a la derecha de este blog veo todo lo importante que ya has conseguido...dos años continuados con dos premios cada uno, porque todo lo conseguido es merecedor de ser mencionado...
ResponderEliminar"Una tarde de abril" tiene sus protagonistas...pero podrían llamarse de mil y un nombre distintos, podrían trabajar en cualquier calle y ser mi vecina del quinto quien viviese esa historia...Eso es lo que me sigue sorprendiendo en todos y cada uno de tus relatos...Su universalidad.
Quien no haya sido Marie o Jean en algún momento de su vida debe ser muy joven... Gracias por compartirlo
ResponderEliminarQue decir Tomas... Me ha encantado.
ResponderEliminarCon tu relato me has transladado a esas bellas calles parisinas que sin tener la suerte de ver...las he visto... No me cansare de decirte que eres increible...
Que sigas recogiendo buenas cosechas...te lo deseo de todo corazón... Te quiero... Un fortísimo beso y abrazo.
Tomás acabó de terminar de leer tu relato, me ha gustado mucho. Podía casi ver cómo era cada personaje, y el olor podía percibirlo. Me gustan las historias en las que puedes formar parte del personaje. Enhorabuena me gusta lo que escribes.
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