Otra buena noticia y otro nuevo logro literario: mi relato policíaco "Operación Gerónimo" ha resultado finalista en el prestigioso certamen de relato corto del Ateneo Mercantil de Valencia. Poco a poco van viniendo los reconocimientos y yo sigo encantado de poder hacer lo que más me gusta y de obtener este tipo de recompensas. Comparto el relato con vosotr@s esperando que os guste. Un abrazo.
«Operación Gerónimo»
Susan
miraba a través del ventanal de su buhardilla el tranquilo ritmo de los
paseantes de perros, que deambulaban con ganas de tropezar con alguien a quien
dar conversación y terminar así con su taciturna rutina vespertina. Entre sus
manos sostenía un documento de vital importancia que tan solo ella podía
poseer. Las instrucciones eran muy claras: la información contenida en esos
papeles era altamente secreta y debía ser entregada de manera inminente al
señor Mortenssen ―obviamente, esa no sería su identidad real― antes de
medianoche. La neoyorquina miraba insistentemente su Rolex de acero con la
esperanza de que el minutero jugara a saltar los números de la esfera nacarada
y que el tiempo transcurriera así más rápidamente. Pero los minutos pasaban
lentamente y la desesperación era cada vez más patente en el bello rostro de la
detective. Estaba firmemente convencida de que nadie había seguido sus pasos
hasta llegar a su apartamento de renta antigua de la avenida Lexington. Hacía
apenas dos horas había recibido una llamada del suboficial de policía de
Manhattan indicándole que se acercara hasta la 49 con Madison y que esperara allí
a que un taxi se aproximara y alguien la invitara a entrar en él. Susan
Holleman, de origen holandés pero afincada en Nueva York desde los siete años
de edad, había empezado a colaborar con los servicios de inteligencia
norteamericanos allá por los años noventa, cuando contaba apenas con veinte
años. Gracias a un amigo, con quien por cierto tuvo un affaire amoroso durante
varios meses, consiguió infiltrarse en las poderosas redes de distribución y
traspaso de información del Gobierno de la nación y tras unos cuantos meses trabajando
como informadora, fue seleccionada como agente secreto para la CIA durante el
mandato de Obama. Cuando sus propios familiares le preguntaban en qué trabajaba
exactamente, ella echaba balones fuera y aducía razones para demostrar que su
labor era muy importante pero muy aburrida y que básicamente consistía en investigar
a ciertas empresas sospechosas de cometer fraudes fiscales. Sus argumentos eran
más que factibles y terminaba convenciendo a cualquiera de que ganaba una
dineral por sacar los trapos sucios de empresas que no declaraban ingentes
cantidades de dinero. Pero, nada más lejos de la realidad, Susan era enviada
como gancho a los más selectos y variopintos lugares y era utilizada como espía
teniendo que infiltrarse en círculos potencialmente muy peligrosos en los que
a menudo ponía su vida en juego. Ciertamente,
era muy buena en su trabajo y hasta ahora se lo habían reconocido muy amablemente:
sus misiones no solían durar más de un par de semanas y percibía alrededor de
unos cien mil dólares cuando finiquitaba su labor. Eso sí, toda su vida era un
misterio, a veces incluso hasta para ella misma. De hecho, esa misma tarde
tenía frente a ella un dossier guardado en un sobre que debía ser entregado tal
cual y cuyo contenido era completamente desconocido. Siempre funcionaban así:
no había preguntas ni explicaciones, solo unos cuantos pasos a seguir con total
discreción y poco más. Y en caso de irse de la lengua en alguna ocasión, ya
había sido advertida de que sería un fiambre a las pocas horas. Aun así, Susan
adoraba su trabajo, le encantaba vivir bajo la atenta mirada de los poderosos y
que vanagloriaran sus hazañas y su capacidad para salir airosa de cualquier
circunstancia. Era, sin dudarlo, una amante del riesgo.
Pero aquella tarde, una sensación
extraña recorría su estómago creándole una inquietud hasta ahora desconocida
para ella. Todo había salido según lo previsto y ya solo restaba dar el paso
final: la entrega del documento en un lugar todavía por confirmar. Sin embargo,
la detective Holleman intuía que esta nueva operación era de un calibre mucho
más serio que cualquiera de las que había llevado a cabo hasta el momento. El
secretismo era tal que ni siquiera sus más estrechos colaboradores se habían
atrevido a dejarle entrever ni un pequeño ápice de la peligrosidad del proyecto
que había detrás de aquel misterioso dossier. En otras ocasiones, Martinson o
Roberts, dos de sus más fidedignos camaradas, la llamaban por teléfono y la
advertían de la importancia, mayor o menor, del asunto que se traía entre
manos, pero desde que recibiera el encargo de esta última entrega, su celular
privado ―el que solo utilizaba para cuestiones laborales― no había sonado y
absolutamente nadie se había puesto en contacto con ella, excepto la misteriosa
y vehemente voz que le daba las instrucciones a seguir cada cierto tiempo. Ella
suponía que podría tratarse de un asunto de estado de vital importancia en el
que algún pez gordo ―incluso el mismo presidente― podría estar involucrado,
pero todo eran conjeturas y suposiciones que cavilaban en su mente a la espera
de concluir con esa nueva y misteriosa tarea. De repente, el teléfono móvil
sonó y Susan se levantó sobresaltada del sofá de ante marrón que había heredado
de su bisabuela. De nuevo, un número descocido se ponía en contacto con ella,
probablemente para indicarle el lugar de la entrega:
―Todo va según lo previsto ―sentenció
una voz ronca y algo abrupta―. A las diez y tres minutos debes entregar el
paquete en la 42 con Park Avenue, frente a la Estación Central. Lo recogerá un
hombre con gabardina negra y sombrero gris. Un taxi te estará esperando en esa
misma esquina para dejarte de nuevo en casa. Mañana a primera hora tendrás tu
ingreso, como de costumbre.
Tras el claro y contundente mensaje,
la comunicación se cortó y Susan respiró aliviada. Según las indicaciones, todo
iba sobre ruedas: solo tenía que esperar un par de horas y todo habría
terminado. Nada hacía presagiar que la noche se complicaría hasta extremos
insospechados.
Después de una lectura de más de
cincuenta páginas junto a la lámpara de pie del salón, la detective se levantó
a rellenar su taza con el té que previamente había preparado. Al pasar por la
ventana se detuvo y sintió la necesidad imperiosa de abrir la cortina y
observar de nuevo cómo los transeúntes iban desapareciendo paulatinamente. Al
fijar su mirada en los vetustos árboles que flanqueaban la avenida, suspiró y
pensó que la vida sería mucho más sencilla con un trabajo en una de las
numerosísimas oficinas que poblaban los rascacielos de la ciudad, y que quizá
era ya el momento, con más de cuarenta años cumplidos, de terminar con ese
complicado a la par que arriesgado trabajo que por otro lado también le
apasionaba. Cuando ya se disponía a volver a la cocina, antes de dejar caer la
cortina, se detuvo ante la imagen de un señor ataviado con una bufanda y un
anorak azul oscuro, que la miraba con atención desde la esquina. Ella se
mantuvo en la misma posición, esperando que aquel hombre hiciera algún tipo de
movimiento y terminara por alejarse o al menos desistiera en su empeño de
mantener la mirada fija en ella. Pero eso no ocurrió, así que finalmente fue
ella la que se alejó de la ventana, algo temerosa y expectante por volver a
comprobar si aquella figura seguiría allí momentos después. Apenas pudo dejar
pasar un minuto y volvió a asomarse con la esperanza de no encontrarse de nuevo
con él, pero la sangre se le heló cuando comprobó que el sospechoso desconocido
continuaba en el mismo sitio, impertérrito y con la mirada clavada en su
buhardilla, muy fácilmente observable al tratarse de un edificio de tan solo
tres plantas. La angustia se apoderó de ella y quiso hablar con alguno de sus
colegas, pero sabía de sobra que su teléfono móvil era rastreado constantemente
y tenía orden expresa de no comunicarse con nadie durante esos días. La única
compañía en la que podía refugiarse era su gata persa Jackie, bautizada así en
honor a la que en su momento fuera esposa de John F. Kennedy, por quien Susan
sentía una gran admiración. Después de caminar de un lado para otro del pequeño
salón, con la incertidumbre de no saber cómo actuar y cómo llegar hasta el
sitio acordado sin que nadie la siguiera, volvió a sentarse en el sofá y sintió
de nuevo el amargo sabor de la soledad. En esos momentos era cuando más echaba
de menos una vida tranquila y alejada de las emociones fuertes que revivía
prácticamente en cada misión que se le encomendaba, pero no era el momento de
refugiarse en el miedo o en la autocompasión, ahora tocaba ser fuerte y tener
la mente fría para salir nuevamente del atolladero en el que se encontraba. La
única forma de despistar al fornido vigilante que esperaba en la calle era
salir por la escalera de incendios, cosa que había tenido que hacer en más de
una ocasión para no levantar sospechas. Y si habían localizado su apartamento,
probablemente a la mañana siguiente recibiría instrucciones para mudarse de
nuevo a otro lugar, dentro de Manhattan, para así evitar que la tuvieran
controlada. Ya estaba más que acostumbrada a cambiar de casa e incluso lo
agradecía, porque en ocasiones sus vecinos se extrañaban por sus salidas a
deshoras y su singular estilo de vida, que hacía levantar las sospechas de los
más indiscretos.
El tiempo siguió transcurriendo
entre el miedo y la indecisión, y aquel hombre continuaba sin moverse y sin
quitar ojo de su ventana. Ocasionalmente encendía un cigarrillo y su gesto se
tornaba todavía más amenazante o al menos así lo percibía Susan, quien ya había
trazado un plan para escapar de su casa y burlar así al persistente observador
que la esperaba sin ánimo de cejar en su empeño de encontrarse con ella en el
portal de su casa. Cuando faltaran veinte minutos para la hora acordada,
pediría un taxi para que la esperara en la calle de atrás de su apartamento.
Ella bajaría por la escalera de incendios y caminaría unos cuantos pasos hasta
encontrarse con el taxi. Le indicaría que fuera directo a la Estación Central,
donde entregaría el documento en cuestión y de allí nuevamente a casa, a menos
que recibiera instrucciones de no volver, dado que estaba siendo vigilada y era
probable que irrumpieran en su domicilio si ella no se dejaba ver por el portal
de casa de un momento a otro. Cuando quiso darse cuenta ya era la hora de
comenzar con su itinerario. Realizó una llamada para solicitar un taxi, esperó
tres minutos exactos y cogió su chaqueta y su bolso de piel marrón, donde
introdujo el sobre deseando deshacerse de él con la mayor brevedad posible.
Mientras descendía por la escalera sin hacer apenas ruido, sus botines negros
de charol marcaban cada paso temblorosamente y sin llegar a apoyar el talón.
Una vez en la acera, divisó el taxi en la esquina siguiente y caminó con
celeridad sin levantar la mirada del
suelo. La humedad ya comenzaba a hacer acto de presencia y la oscura noche se
cerraba ante ella indicándole que todavía quedaba mucho hasta poder volver a
casa sana y salva. Apenas hubo caminado unos cuantos pasos, sintió una
presencia cercana andando al mismo ritmo que ella. Su corazón comenzó a latir a
una velocidad vertiginosa y levantó la vista del suelo para ver a qué distancia
se encontraba el taxi. Pensó en correr hasta la esquina e incluso en gritar
desesperadamente cuando sintiera que alguien la agarraba por detrás, pero si lo
hacía probablemente terminarían por darle un tiro por la espalda y coger el
maldito sobre que tanto anhelaban poseer. Entre el pánico y la urgencia por
alcanzar su destino, aceleró el paso percibiendo al mismo tiempo que cada vez
le pisaban más los talones. Aun así, consiguió no perder la calma y cuando
alcanzó finalmente la puerta del taxi, la abrió con brusquedad y se dejó caer
sobre la tapicería azul del asiento trasero. Sin saludar al taxista, le instó a
que se marchara de aquel lugar de inmediato y solo en ese mismo momento ladeó
su cabeza para poder ver el aspecto de la persona que la había perseguido desde
que saliera de casa. Sin embargo, no encontró a nadie y le dio la sensación de
estar viviendo una situación paranoica de la que quería escapar de una vez por
todas. El conductor le preguntó en dos ocasiones si se encontraba bien, a lo
que ella contestó con una clara y desabrida afirmación que no daba lugar a
ningún otro tipo de conversación entre los dos. En ese momento su mente debía
estar concentrada en lo que tenía que hacer y en nada más, así que prefirió
ignorar al taxista que la observaba con insistencia por el espejo retrovisor.
Durante el trayecto, Susan miraba de un lado a otro para asegurarse de que
nadie la seguía, presa de la desconfianza y de la desazón que le provocaba aquella
misión. Cuando apenas faltaban un par de manzanas para llegar al sitio de
encuentro, el taxi se detuvo ante un semáforo y un coche blanco se colocó junto
a ellos. Instintivamente, Susan miró hacia su lado izquierdo y se topó con el
rostro del hombre que había estado vigilando la ventana de su apartamento
aquella misma noche. Sus ojos se abrieron como platos al observar aquella
mirada, esta vez desde una distancia mucho más cercana. Temiendo que pudiera
sacar un arma y volarle la cabeza, la detective se agachó de inmediato y se
ocultó bajo el asiento ante el asombro del conductor, que comenzaba a
convencerse de que una perturbada se había montado en su taxi. Con voz temerosa
y aguantando el llanto, Susan le indicó al taxista que no se asustara, pero que
el coche blanco que tenían a su lado les perseguía. Tras ello, le ordenó que
continuara hasta su destino y que intentara disminuir la velocidad del
automóvil, esperando que el otro vehículo terminara por adelantarles. Pero el
atónito conductor se dirigió a ella para indicarle que no había ningún coche
blanco a la vista y que levantara la cabeza para poder comprobarlo ella misma.
Susan obedeció algo asustada y constató acto seguido que el conductor estaba en
lo cierto. A pesar de ello, era plenamente consciente de haber visto ese coche
y el rostro del misterioso perseguidor amenazándola con su mirada, pero se
disculpó ante el asombro del taxista, que deseaba incluso más que ella llegar
por fin a su destino. Al llegar a la estación, Susan abonó la tasa
correspondiente y bajó del coche al divisar una figura masculina con gabardina
que respondía a la descripción que le habían indicado telefónicamente. Cruzó la
calle agarrando con firmeza su bolso de Chanel que contenía el ansiado sobre, y
pudo ver a escasos metros del destinatario que un taxi se encontraba parado en
doble fila y con los intermitentes puestos, tal y como se le había anunciado.
Eso la tranquilizó sobremanera porque cada vez estaba más cerca de acabar con
su tarea y, por consiguiente, con el pavor absoluto que inundaba todo su
cuerpo. Sin mediar palabra alguna, se acercó al desconocido y lo miró de
frente. Sacó el sobre del bolso y se lo entregó, recibiendo la orden de subir
al coche de inmediato por parte de aquel individuo que lucía gafas de sol a
pesar de la oscuridad de la noche. Susan obedeció a pies juntillas y se metió
en el coche aliviada, aunque con la preocupación de saber si estaría a salvo en
casa después de haber sido espiada y, según bajo su convicción, perseguida
desde el mismo momento en que abandonó su apartamento. Sea como fuere, todo
había terminado y de momento solo le apetecía llegar a casa y descansar junto a
Jackie en su enorme cama enfundada en sábanas de algodón egipcio. Al llegar al
portal de casa, no había rastro de nadie y el silencio era su único
acompañante, pero justo antes de que la llave de la maciza puerta de entrada a
su escalera terminara de girar, sintió una mano sobre su espalda. Sin que le
diera tiempo a darse la vuelta, la misma voz ronca que le había transmitido los
mensajes por teléfono aquella noche le dijo en tono tranquilizador:
―Buen trabajo, Susan. Pero no
vuelvas a salir por la parte trasera, necesitamos controlar que todo va según
lo previsto.
Tras casi dos días de absoluto
descanso en los que Susan fue incapaz de levantarse de la cama, un estupendo
sol daba la bienvenida al mes de mayo en la ciudad de los rascacielos. Mientras
desayunaba su café cargado y un delicioso donut de chocolate que había bajado a
comprar a la panadería que lindaba con su edificio, el presidente Obama
comparecía en la Casa Blanca para anunciar el asesinato de un terrorista
yihadista mundialmente conocido. La detective Holleman no daba crédito a lo que
estaba escuchando a través del canal de noticias de la NBC y se quedó
observando la pantalla del televisor mientras subía el volumen del mismo. Tras
escuchar los detalles, apagó la televisión y recostó su cabeza sobre el sofá.
Se preguntaba cuánto tiempo tardarían en volver a encomendarle otra misión; no
había nada que le apeteciera más que volver a sentir la emoción y el riesgo
corriendo por sus venas.
http://www.ateneovalencia.es/category/concursos/concurso-relato-corto/
Me ha encantado, me he metido en la historia hasta el final. Cada vez corroboras que eres un gran escritor. Te admiro y mucho!
ResponderEliminarGustar es poco Tomás, te quedas corto valorando el relato, es de esos que te atrapa, y como en un buen libro sigues y sigues leyendo porque necesitas saber más...Imagino que al jurado le habrá pasado lo mismo. Lo que esta claro es que no hay genero literario que se te resista. Siempre te felicitare por ello.
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