Sola
Cuando echo la vista atrás
tratando de recordar lo que ha sido mi vida, me doy cuenta de que siempre he
estado sola. Durante casi ochenta años he aprendido a llevarme bien con la
soledad, y casi podría afirmar que hoy por hoy somos íntimas amigas. Es de lo
único que estoy completamente segura: la soledad y yo hemos bailando juntas
toda una vida. De todo lo demás, solo obtengo imágenes sin orden que se van
amontonando en mi cabeza como si quisieran hacerla estallar. Pero me resisto a
dejar que eso ocurra, intento jugar con mis recuerdos, sin que ellos se den
cuenta, y seducirlos hasta que finalmente puedan ser míos. Así cada hora, cada
minuto, cada segundo…
Desde
la ventana de mi dormitorio, donde suelo pasar muchas horas observando el
vaivén acelerado de la gente que llena las aceras de Barcelona, me pregunto
muchas veces qué habrá sido de tantos momentos de mi vida que ahora soy incapaz
de recordar. ¿Por qué los recuerdos de mi adolescencia se desvanecen hasta el
punto de diluirse en mi memoria? ¿Por qué no consigo saber qué he comido a
mediodía y, sin embargo, un olor, un sabor o una palabra concreta me trasladan
directamente a un recoveco inexplorado de mi mente? ¿Qué me está pasando por
dentro? ¿Por qué nadie me lo quiere contar?
Mi
infancia y mi adolescencia se han convertido en unas extrañas para mí. Hoy he
recordado que mis padres murieron pronto, así que he llamado a Carmen, mi
cuidadora, para contárselo. Siempre lo hago cada vez que consigo acordarme de
algo, así ella me lo puede repetir a partir de ese momento, y de este modo
tengo la sensación de que esas experiencias continúan vivas en mí. En ocasiones
comienzo a contarle algo y, antes de acabar, ya se me ha olvidado. Ella no lo
sabe pero en esas situaciones me invento el final para que parezca creíble y
para que ella no sufra por mí. Es lo mínimo que puedo hacer para agradecerle
que sea mi única acompañante en esta etapa final de mi existencia.
Recuerdo que estuve
casada y que fui feliz. Los nombres ya se han esfumado sin dejar rastro en mi conciencia,
pero cuando miro la foto de mi marido, aún soy capaz de recordar nuestros
besos, las caricias con las que cada mañana me despertaba buscando
insaciablemente mis senos para poderse perder en ellos. Conocí la pasión
gracias a este señor al que ahora contemplo en una imagen tratando de
agradecerle todo lo que despertó en mí. Me dicen que murió, pero sigo sin poder
acordarme. ¿Cómo es posible que haya olvidado algo tan lacerante? Este gusano
que está carcomiendo mi cerebro poco a poco, martirizándome con su caprichoso
jugueteo, es el culpable de toda mi desazón por no poder ser consciente de
aquello que una vez fui. Pero las sensaciones siguen presentes cuando miro la
cara de mi marido, y hasta siento un cosquilleo por dentro que me hace
retrotraerme a los instantes de placer que viví con él. Hasta hoy, eso no me lo
han podido arrebatar. Pregunto cada día cómo murió. Hoy todavía no lo he
preguntado… o quizá sí. ¡Qué paciencia tiene la pobre Carmen conmigo!
Sé que tuve un hijo,
al menos hoy sí que recuerdo haber sido madre. Pero no recuerdo su cara. Le
pido a Carmen ―¿es ese su nombre?― que me enseñe una foto de él y me la acerca.
Es un chico muy guapo y el marco en el que está su fotografía es precioso. Me
pregunto si fui yo la que lo elegí. Podría decir que su cara me recuerda a mi
marido o incluso a mí, pero hoy no puedo distinguir ningún rastro que me lleve
a pensar eso. Hoy contemplo su imagen orgullosa de mí misma, pero sin poder
reconocer la cara de mi hijo. Hasta puede que Carmen me esté enseñando la
imagen de un desconocido para que me quede tranquila. Me gustaría decir que fui
una buena madre, pero no entiendo por qué mi hijo no viene a verme. Puede que
haya venido, pero Carmen nunca habla de él…, aunque tampoco habla de nadie.
Creo que nunca ha venido a verme, lo intuyo.
A la que siempre
tengo cerca es a la soledad, porque me siento muy sola. Por eso me gusta ver la
televisión: añoro las risas, las carcajadas, el ruido de los niños correteando
por la casa e incluso las discusiones. Aquí siempre reina el silencio, por eso
le pido a Conchi ―ese es su nombre, Conchi― que ponga la tele o la radio. Casi
nunca me entero de lo que cuentan, pero me animan y me hacen compañía; me
siento más alegre cuando escucho voces en casa.
El
olor de las comidas me gusta, me hace sentir que aún estoy viva. Respiro el
aroma de los guisos y le digo a mi cuidadora de qué plato se trata. Cuando lo
acierto me alegro, incluso siento un escalofrío por mi cuerpo al comprobar que
todavía mantengo algo de cordura. Y cuando después reconozco los sabores,
todavía me siento mejor.
Siempre me gustó comer, por eso ahora estoy
entrada en carnes, como dice Conchi, la señora que está día y noche a mi lado
recordándome que ese no es su nombre. Aún no sé cómo no se ha dado por vencida
y me deja llamarla como me dé la gana, porque hoy la llamo Conchi y mañana
volveré a cambiarle el nombre. Ella se lo toma como un juego, y a mí ahora
también me divierte, ahora que ya he dado esta batalla por perdida.
Creo que he
aprendido a reírme de esta enfermedad. Juego con ella al escondite, la engaño y
le hago creer que me acuerdo de muchas cosas cuando en realidad no es así. No
voy a darle el gusto de pasarme los días que me queden llorando, lamentándome
por no saber quién soy. Mientras tenga apetito y sentido del humor, seguiré
dando guerra. Es la única ventaja de no importarle a nadie: todo lo que haces
lo tienes que hacer por ti misma.
Me da mucha rabia no
poder acordarme de mis amigas. Ahora mismo Carmen me está diciendo que Cecilia
vino a verme ayer. Cecilia. El nombre no me dice nada, pero si ha venido es
porque me aprecia. Seguro que se fue pensando que no estaba tan mal y que no
tenía tan mala memoria, porque cuando hablo con alguien le sigo la corriente y asiento
constantemente para que crean que sé de lo que hablan, pero en realidad estoy
interpretando, porque no me entero de nada. Tengo una bonita sonrisa, o al
menos eso me han dicho siempre, así que solo tengo que sonreír, decir que sí a
todo y reírme de vez en cuando. Con eso es suficiente.
Siempre quise ser
actriz. Creo que no estudié. Mi posición debió de ser bastante acomodada,
porque no recuerdo haber pasado hambre. Puede que durante mi niñez sufriera
alguna que otra calamidad, porque nací durante la guerra, pero creo recordar
que nunca me faltó de nada. Qué contradictorio que tenga que acabar mis días de
esta forma. En ocasiones pienso que el ser humano, en algún momento, debería
poder decidir sobre el final de su propia vida. Hay gente que preferiría morir
pronto; otros que se aferrarían a la vida a cualquier precio, aunque se tratara
de una larga enfermedad; y otros, como yo, que simplemente esperamos a que por
fin se decidan a llevarnos a donde corresponda, sabedores de que ya no nos
queda nada más por hacer.
No tengo miedo al
sufrimiento, es algo que forma parte de la vida y, como tal, hay que saber
afrontarlo. Además, juego con ventaja, porque llegará un momento en el que me
olvidaré hasta de sufrir. Me dolería que otros sufrieran por mí, pero en mi
caso creo que no hay nadie que pueda llorar mi muerte, excepto Carmen y alguna
que otra amiga, cuyo nombre no soy capaz de recordar. Solo le pido a Dios que
no tarde demasiado, nunca me ha gustado tener que esperar a nadie, y mucho
menos a la muerte.
Siempre he sido
creyente, no por convicción, sino más bien por interés o por obligación. Sea
cual sea el motivo, me alegro de haber sido católica practicante, porque ahora
me aferro a Dios como si fuera mi única tabla de salvación. Estoy segura de que
los ateos, cuando van a morir, también se acuerdan de Dios, esperando que les
acoja y les perdone por no haber creído en él durante toda la vida. Tienen
suerte porque él es misericordioso y no tiene en cuenta todas esas cosas. Al
final, somos todos iguales, pero los católicos vivimos con más esperanza, o al
menos así lo siento yo. Con Dios hablo prácticamente a diario. Seguro que
también le digo muchas tonterías, pero él es el que me ha enviado esta
enfermedad del olvido, así que sabe de sobra cuándo estoy cuerda y cuándo no.
Ahora que no me oye, he de reconocer que a veces he renegado de él, pero luego
lo pienso mejor y creo que tampoco se ha portado tan mal conmigo. Me gustará
que me coja de la mano y me saque de este mundo, no me sentiré tan sola.
Es
muy tranquilizador saber que voy a morir sin tener conciencia de dónde estoy,
de quién me acompaña e incluso de quién soy. Desde fuera puede parecer triste,
y supongo que será duro para mi cuidadora, pero para mí será un regalo, una
recompensa: por fin podré dejar de esforzarme en recordarlo todo y me sentiré
completamente libre. Todo esto que me pasa, que tendrá un nombre científico que
no me quieren decir ―y lo agradezco, porque lo olvidaría rápidamente―, es algo
agotador. Siempre he sido muy testaruda y me resisto a olvidarlo todo, por lo
que cada día para mí supone un esfuerzo mental por tratar de encontrar pistas
sobre mi propia existencia, señales que me conduzcan a identificar algún
destello de experiencias ya vividas, de sentimientos ya experimentados y de
personas a las que he querido. Un sinvivir que me lleva a refugiarme en la
soledad, en ese lugar en el que me siento cómoda porque nadie viene a
recordarme que yo ya no soy yo.
Me despierto al escuchar el sonido de una
ambulancia. Siempre que las oigo pienso que vienen a por mí. Pero, cuando soy
consciente de que puedo andar, comer y escuchar a quien me está hablando, inmediatamente
comprendo que todavía no es mi hora. A pesar de ello, las ambulancias me ponen
nerviosa. Puede que haya estado ingresada varias veces, por eso ese sonido
rebota en mi cabeza produciéndome una sensación muy incómoda.
Sin embargo, el
ruido de la calle me anima: Carmen abre las ventanas de par en par para que
entre el aire fresco, como dice ella, y me encanta asomarme para ver el día a
día de esta ciudad de la que sigo enamorada. Creo que, por muy mal que esté,
nunca olvidaré que nací y viví en Barcelona. Soy de las que adoran cada
callejuela de esta urbe tan romántica, tan llena de vida, en la que se respira
literatura en cada esquina.
Me gustaba mucho
leer, sobre todo historias de amor como las de Mercé Rodoreda, que transcurrían
en mi ciudad, en cafés y parques en los que yo he crecido. Ahora no puedo leer,
no soy capaz de unir las frases, y las ideas se me olvidan muy rápidamente. Ni
siquiera puedo leer párrafos sueltos. Carmen se sienta alguna tarde frente a mí
y me lee algunos de mis libros preferidos. Yo no sé ni de qué tratan, de hecho
podría leerme cualquier otra cosa, hasta la escritura de una vivienda, y yo
seguiría encantada, pensando que me está leyendo una bella historia de amor,
pero sé que no lo hace. Siempre coge los libros de la estantería del salón y me
los da para que los huela, porque cuando los abro, el aroma del papel desgastado
me trae muchos recuerdos que se agolpan en mi mente sin orden y sin sentido,
pero me reconfortan. Después comienza su lectura, y yo sonrío como una niña a
la que le acaban de dar un regalo por su cumpleaños. Me alegra saber que los
libros seguirán acompañándome de la mano de Carmen hasta que cierre
definitivamente los ojos.
¿He contado ya que
siempre he querido ser actriz? Me apasiona la interpretación. De hecho, creo
que esta enfermedad me está dando la oportunidad de desarrollar mis artes
interpretativas, porque cada día tengo la capacidad de transformarme y ser
alguien nueva. Algunos días le digo a mi cuidadora ―Conchi, creo recordar que
se llama― que no me recuerde nada de mi vida, que ese día voy a inventarme una
nueva. Entonces empiezo a contarle cómo me llamo, en qué he trabajado durante
toda mi vida y todas las historias de amor que he tenido. Es un juego muy
entretenido con el que nos podemos pasar horas y horas. Ella se ríe mucho y a
mí me ilusiona poder acordarme de mi vida desde que era una niña, aunque me lo
invente todo, así que las dos pasamos un buen rato.
Siempre he sido muy
soñadora. Cuando era pequeña creo que soñaba con ser mayor. Cuando ya tuve a mi
familia, soñaba con romper con todo, y ahora sueño con ser alguien que nunca he
sido: no tengo remedio, siempre he sido una inconformista.
Alguien viene a
verme. Es un señor. Conchi me dice que es Carlos. Puede tener mi edad, más o
menos, y me dice que si me acuerdo de él. Alguien debería recordarle a la poca
gente que viene a verme que no tengo memoria, así no tendría que fingir con
todos y cada uno de ellos. Sin embargo, a este señor le digo claramente que no
lo recuerdo, y él sonríe. Tiene bigote y pelo blanco, y por más que lo miro y
trato de escuchar su tono de voz con atención, no consigo saber quién puede
ser. Me dice que es un amigo de toda la vida. Le pregunto si era amigo de mi
marido, y me dice que también lo conoció, pero que tenía más amistad conmigo. Conchi
trae un café para el caballero y mi té de cada tarde. Si no recuerdo mal, creo
que he tomado té durante casi toda mi vida. El de canela debe de ser mi
preferido, porque hoy huele a canela.
El señor sigue
contándome cosas que apenas consigo retener. Yo le sonrío y le escucho
atentamente; a veces incluso sigo el hilo de lo que me cuenta. Ahora me habla
de su hijo, al que debo de conocer también porque me manda un abrazo de su
parte. Lo miro bien y es un señor atractivo, debió de ser muy guapo cuando era
joven.
Se termina su café,
y me levanto instintivamente para quitarle del bigote los restos de la espuma
―Conchi hace un café que me recuerda a los que yo me tomaba cuando aún paseaba
por mi Barcelona querida―. Entonces me coge de la mano y ocurre algo
inesperado: vuelvo atrás en el tiempo y recuerdo a ese señor besándome. Sin
pensar en lo que hago, le miro a los ojos y le beso, me dejo llevar por primera
vez desde hace mucho, mucho tiempo. Beso sus labios y mi mente viaja a la
velocidad de la luz: Barcelona, barrio de Gracia, una esquina en la que nos
besamos furtivamente, con deseo, de manera insaciable y conscientes de que
estamos en peligro. Nadie debe vernos, pero nos da igual, nuestra pasión está
por encima de todo y de todos.
Despegamos nuestros labios y él está llorando.
Yo también me emociono al ver su reacción, pero sobre todo cuando me doy cuenta
de que mi mente continúa anclada en el pasado, en esa esquina de la que ninguno
de los dos se quiere marchar. Es un amor con premura en el que los dos queremos
ir más deprisa que la propia vida. Le pido que se siente a mi lado en el sofá y
él me sigue como cuando huíamos por las calles de Barcelona, escondiéndonos de
nuestra realidad. Con mucha discreción, Carmen retira las tazas y cierra la
puerta del salón para que estemos a solas. Entonces me dejo llevar y mi
adolescencia viene a jugar conmigo: nos acariciamos, nos volvemos a besar…
Dejamos que la
pasión, de una vez por todas, le gane la batalla al olvido.
Que bien descrito...! y que final mas bonito... Me encanta...! Muy tuyo... Con descripciones, recuerdos, besos, caricias y pasión... Enternecedor y muy reconfortante dentro de la devastadora enfermedad... Que bonito leerlo!!!
ResponderEliminarPrecioso Tomás, hay mucha sensibilidad y mucha ternura en el relato. Como dice Patri, es muy tuyo. Gracias por compartirlo y regalarnos un ratito de agradable lectura.
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